(dpa) – Mano a mano, los buzos descienden a la profundidad del mar sujetándose de una soga. De pronto, la proa de un barco se recorta en el fondo azul, se ve la imponente chimenea, la barandilla incrustada de coral, un mástil roto. Esponjas púrpuras crecen en la cubierta, encima de ellas un atún nada en medio de peces sargento a rayas.
Los buzos, uno tras otro, nadan entre las ruinas del naufragio, luego giran alrededor de la chimenea y sobre la cubierta. El resto del barco de 80 metros se encuentra a una profundidad demasiado profunda para buzos deportivos normales, debido a un error durante su hundimiento en 1999.
El «St. George», un carguero que durante muchos años transportó harina desde América hacia Europa, debía ser hundido a unos 15 metros de profundidad sobre el fondo del mar frente al primer hotel grande que se inauguró en Bayahibe.
Pero el buque se hundió demasiado pronto y solo se asentó cuando quedó a unos 40 metros de profundidad. Y cada año se desliza un poco más por la pendiente de arena.
Sin embargo, el plan se mantiene vigente, porque el «St. George» es hoy la atracción más famosa para los buzos en el área de Bayahibe.
Salame milanés en el supermercado
Para parte de los turistas europeos, el pueblo de pescadores en el sureste de la isla La Española no es tan conocido como Punta Cana. Bayahibe es el balneario preferido de los italianos. Muchos jubilados tienen su segunda casa allí y por ello en cada restaurante se puede degustar una rica pizza y pasta con langosta. Y en las góndolas de los supermercados hay salame milanés y queso de Cerdeña.
Sin embargo, la mayoría de los visitantes no se aloja directamente en Bayahibe, sino en la cercana Playa Dominicus, a pocos kilómetros de allí.
Quienes pasean a lo largo de la amplia bahía se encontrarán con un hotel al lado del otro. Los bajos de los parlantes truenan, los animadores saltan en la playa y los turistas mueven sus figuras en las aguas de un mar poco profundo.
Bucear alrededor de la isla de los sueños
Playa Dominicus funciona como una maquinaria vacacional bien aceitada y afinada. De la misma forma funciona la industria del buceo de los grandes hoteles.
En el programa semanal de Pro Dive figuran once lugares de buceo con horarios fijos de partida. La que siempre está disponible es la paradisíaca isla de Saona.
Casi todos los veraneantes que llegan a la zona son llevados hasta la isla en barco. Pero relativamente pocos turistas pueden ver lo que ocurre a doce metros de profundidad.
Camarones bandeados acechan entre la hierba marina, mientras cangrejos araña están sentados sobre esponjas barril amarillas que deben tener cientos de años.
Una morena manchada nada libre entre los corales, al tiempo que un pez escorpión acecha en la arena del lecho marino. Sobre las gorgonias, también llamadas corales abanico, nadan coloridos peces mariposa, peces espada y peces cirujano. Y una solitaria tortuga de mar.
El único que no encaja en esta pintura submarina caribeña es quizás el más magnífico animal de todos. El pez león, de rayas rojas y blancas, es un invasor agresivo, declara Peter Montgomery, un instructor de buceo de 32 años de Dublín.
Montgomery señala que estos invasores son cazados y que estos peces venenosos, bien preparados, son un plato exquisito. Al parecer son cazados con intensidad. «Veo menos peces león que hace un par de años», afirma un francés que visita por décima vez Bayahibe. «Y ahora son más pequeños», agrega.
Clima de fiesta en la piscina
A la hora del mediodía, el catamarán de la escuela de buceo fondea en una playa de arena, donde ya se encuentra anclada una flotilla de barcos de excursión.
Los visitantes recorren un sendero de arena a través de un bosque de palmeras rumbo a la playa vecina. Allí, hay varios pabellones alineados en fila, uno tras otro. En el bufé, el ejército de turistas se sirve pollo o pescado de la parrilla en sus platos.
Pero pronto la tripulación llama para salir. La excursión continúa en una piscina natural, un bajo fondo. De repente una docena de barcos se encuentran uno al lado del otro en la piscina ultra turquesa.
El reggaetón suena a todo volumen, los turistas mueven sus caderas y sacuden sus brazos tatuados por el aire, mientras una camarera sirve cerveza y ron con cola.
Los tibios intentos de hacer snorkel se esfuman pronto porque, excepto las piernas de los turistas y la arena, no hay nada que ver aquí. Hay que reconocer que los que ya han buceado en el Mar Rojo o en Indonesia difícilmente se verán sorprendidos en Bayahibe. Pero tampoco se aburren.
Lo que más llama la atención es el vivero de coral, que apenas se publicita. El Coco Reef es casi una galería submarina: moldeada en hormigón, una chica con un vestido ondulante baila sobre la arena blanca, a su lado se agacha un limpiabotas con un cepillo en la mano. Las esponjas púrpuras se han comido su cara.
Detrás de ellos se ciernen delicadas instalaciones en azul claro, un bosque de frágiles arbolitos. Son cuerdas de nylon a las que se atan trozos de coral, anclados en bloques de hormigón, sostenidos en posición vertical por botellas de plástico vacías.
Experimentar en contra del cambio climático
«En las cuerdas de nylon crecen especialmente rápido los corales», asegura Rita Girona, «porque están en una corriente rica en nutrientes y no compiten entre sí». La española, de 37 años, vivió casi la mitad de su vida en la isla y actualmente trabaja para la organización Fundemar.
Los protectores del mar crearon ocho viveros de corales y experimentan cuáles de ellos son particularmente resistentes al cambio climático.
«Esto demanda mucho cuidado», afirma Girona. «Cada día tenemos un equipo en el agua», explica. En algún momento se podrán trasplantar los corales al arrecife, con ayuda de los turistas que bucean.
Cada febrero, durante el evento de Coral Manía, docenas de buzos pegan y unen unos 1.200 corales en el arrecife. Además, se colocan miles de piezas de hormigón llenas de pequeños corales. Los centros de buceo apoyan la acción con barcos y equipos.
No es para asombrarse, después de todo, contar con arrecifes de coral saludables es de interés central para la industria del turismo. Arrecifes como el que está frente a la isla Catalina, que se llama Acuario y donde un archipiélago de palos de coral se extiende en un mar de arena blanca.
Uno nada sobre velas lilas, candelabros rojos, cactus amarillos y es seducido aquí y allá por peces brillantes de colores. Solo los corales duros que integran los arrecifes son raros de ver. Pero si Rita Girona y sus colegas tienen éxito, esto debería cambiar pronto.
Por Florian Sanktjohanser (dpa)