(dpa) – Con su mochila amarillo chillón y su camiseta azul, George Pessard parece un poco como si él mismo fuera parte del legendario y extravagante decorado de Coney Island. Este jubilado de 73 años no ha venido a la playa en el extremo sur del distrito de Brooklyn para subirse a una montaña rusa o por uno de los famosos perritos calientes de Nathan’s.
Pessard es un cazador de tesoros: equipado con un detector de metales, botas de goma, un colador, dos recipientes de plástico y un permiso oficial de las autoridades locales, George busca objetos valiosos en la arena.
Sondear la playa con un detector es una afición cada vez más popular en Nueva York, sobre todo entre los hombres. Quien recorra sus calles, se topará tarde o temprano con al menos uno de los cerca de 500 habitantes de la ciudad que han obtenido un permiso de las autoridades para sondear los parques y playas.
Los buscadores de tesoros aficionados tienen que atenerse a ciertas normas: por ejemplo, deben informar si encuentran «objetos significativos» o «bienes identificables». Hay lugares donde la búsqueda con sondas está prohibida, entre ellos el famoso Central Park, ubicado en el centro del distrito de Manhattan. A cambio, la gente puede explorar a gusto en 160 parques y en doce playas, incluida Coney Island.
«¡Ah!», exclama George cuando se activa su detector de metales y se dispone a recoger un montón de arena de la playa con el colador: «Eso podría ser una moneda» (de 25 céntimos). Con ayuda del sonido y de la identificación digital del objetivo en la pantalla del dispositivo, los «detectoristas de metales» expertos como él pueden predecir aproximadamente el tamaño, la forma y el material de sus hallazgos. Sin embargo, la absoluta claridad solo se obtiene excavando.
George agita el tamiz para colar la arena y las conchas. Lo que queda es un trozo de metal blanco y ovalado: no es una moneda, sino la insignia de una chaqueta. Buscar tesoros requiere sin duda mucha paciencia.
«Para mí es un reto, un juego», explica George mientras saca de la arena el tercer tapón corona del día. De todos modos, añade, los hallazgos realmente buenos -joyas y monedas raras- los hace en invierno, cuando las tormentas suelen arrastrar arena fresca hasta la orilla del Atlántico. En abril, es casi el único buscador de tesoros: uno entre docenas caminando en el frío y húmedo invierno.
Merrill Kazanjian sale a la caza del tesoro justamente en esos días. Este profesor de escuela, que se define a sí mismo como un «friki», se ha hecho un nombre en el mundillo: su canal de YouTube «Metal Detecting NYC» tiene unos 30.000 suscriptores. En los vídeos, llenos de humor, documenta sus hallazgos y da consejos a los usuarios sobre las últimas tecnologías. También sabe bastante sobre los distintos tipos de suelo de Nueva York.
A Kazanjian le impresionan especialmente los testigos mudos de la historia de Nueva York. «A lo largo de los siglos, mucha gente de todo el mundo ha pasado por aquí y ha perdido cosas», explica entusiasmado. Por ejemplo, un broche ornamentado grabado por Peer Smed: el platero de origen danés trabajó para instituciones de renombre como la joyería Tiffany & Co. y el hotel de lujo Waldorf Astoria a principios del siglo XX. Hoy se pueden encontrar piezas diseñadas por él en el Museo Metropolitano de Arte… y, evidentemente, en la orilla este de Coney Island.
Merrill también se ha topado varias veces con las llamadas «fichas de los tiempos difíciles». En el siglo XIX, estas monedas de cobre, acuñadas entre otros por las barberías, eran en realidad una especie de reclamo publicitario: una ficha a cambio de un corte de pelo gratis. Sin embargo, cuando los bancos se quedaron sin efectivo a raíz de la crisis económica de 1837, las monedas funcionaron brevemente también como moneda no oficial.
Algunos hallazgos del actual Prospect Park son incluso más antiguos. En 1776, durante la Guerra de Independencia de Estados Unidos, las colonias secesionistas libraron allí duros combates con los británicos. En el suelo del parque se encuentran tanto restos de vainas de mosquete como monedas de níquel que los pasajeros tenían que comprar para el metro de Nueva York antes de la introducción de la Metrocard en la década de 1990.
Sin embargo, Merrill prefiere guardarse para sí los lugares no tan conocidos, aun cuando sus vídeos recibirían sin duda muchos clics. «Somos una comunidad amistosa, pero también bastante reservada», ríe. Hay algo de competición, señala Merrill, y añade que su afición le ha enseñado sobre todo a ser consciente: «Nunca espero encontrar un tesoro. Si así lo decide el azar, bienvenido sea. Y lo mejor de todo es que puedo seguir buscando», puntualiza el aficionado.
Por Luzia Geier (dpa)